Comentario
La figura del sículo-germano Federico II Staufen ha despertado y sigue despertando un apasionamiento superior incluso a la de su abuelo Barbarroja. Ni sus contemporáneos ni los autores modernos han podido formar un juicio objetivo sobre tan contradictorio personaje. Político hábil y a menudo tortuoso, hombre extraordinariamente cultivado -políglota, impulsor de la lírica italiana, interesado por el pensamiento de autores árabes y judíos- con fama de refinado y sensual, sospechoso de incredulidad para sus detractores... Federico reunía todas las cualidades para que el cronista y monje de Saint Albans Mateo París le definiera como "stupor mundi et inmutator mirabilis". Menos favorable, el también cronista Salimbene de Parma, después de cantar sus cualidades lamentaba sus múltiples vicios: "Si hubiera sido buen católico y amado a Dios y a la Iglesia -concluía- no hubiera tenido igual en el mundo".
Modernamente se ha destacado la figura del monarca como la de un adelantado a su época. A fines del siglo pasado, J. Burckhardt le presentó como "el primer hombre moderno". E. Kantorowicz, uno de los grandes estudiosos del personaje, le consideró como fundador de la monarquía absoluta y creador de la moderna burocracia. F. Kampers le presenta como "un precursor del Renacimiento".
Federico II era, desde 1215, depositario de una doble herencia: la del Imperio germánico por vía de su padre Enrique VI y la suditaliana a través de su madre Constanza de Hauteville. En ambos territorios, el soberano hubo de afrontar intrincados problemas que trató de solventar con indudable habilidad pero que le granjearon numerosos enemigos. Alguno, tan poderoso como la Iglesia romana, promovería una campaña de desprestigio presentándole como amigo de judíos y musulmanes, sospechoso de herejía y tibio ante el grave peligro que para el Occidente suponía la expansión mongola hacia Centroeuropa.
El monarca se sintió ante todo un italiano que descuidó con frecuencia los asuntos alemanes. Trató de convertir el reino de Sicilia en un Estado sustentado en una burocracia esencialmente laica y obediente de forma incondicional a los designios del soberano. En tal empresa contó con el apoyo de importantes colaboradores como Piero della Vigna impulsor en 1231 de la redacción del "Liber augustalis" o "Constituciones de Melfi". Este texto, junto a la Universidad fundada años antes en Nápoles (1224) permitirían sentar las bases jurídicas para los Estados del Sur de Italia.
Los sucesivos Pontífices soportaron mal esta política que suponía para ellos romper el equilibrio de fuerzas logrado en tiempo de Inocencio III. Un solo poder establecido sobre Alemania e Italia era mucho más de lo que los Papas podían tolerar. Diversas salidas de tono de Federico II y de los gibelinos italianos acabaron trabajando a favor de la propaganda de los Papas y el partido güelfo que presentaron a su rival como una especie de anticipo del Anticristo. Demasiado espectacular todo: Federico, bien por calculo o bien por tradición, jamás transgredió dogma alguno de la Iglesia. Su tolerancia hacia los musulmanes era una vieja herencia de sus antepasados normandos. Contra la herejía, además, el emperador actuó sin ninguna piedad: desde 1220 hasta 1239 un conjunto de disposiciones colocaron a los herejes fuera de la ley en el Sur de Italia y en el territorio alemán. Asimismo, a lo largo de toda su gestión política, Federico presentó sus múltiples diferencias con los Papas como cuestiones estrictamente personales. De hecho, nunca llegó a utilizar el expediente tan caro a sus predecesores de promocionar antipapas.
Su muerte, por último, apareció rodeada por los gestos propios de aquello que, pese a todo, había proclamado ser: un príncipe cristiano.